Entre majestuosas y verdes montañas, escondida en un lejano rincón del mundo, existía una aldea encantadora con casitas de tejados turquesas y pequeñas calles de piedra. Allí, protegido por esas montañas, vivía Sani, un chico con cabellos dorados que brillaban al sol pero con una mirada triste y apagada. A pesar de estar rodeado de una naturaleza que dejaba a los viajeros sin palabras, Sani no lograba llenar un vacío en su corazón. Mientras los demás niños del pueblo corrían y jugaban, él no encontraba la alegría ni las ganas para unirse a ellos o para descubrir los secretos de los bosques cercanos.
Una noche oscura y tranquila, mientras el viento susurraba suavemente las hojas de los árboles afuera, Sani se quedó mirando las estrellas desde su ventana. Las constelaciones parecían bailar y él, poco a poco, se dejó llevar por el sueño. Soñó que volaba en un cohete hacia la luna, una experiencia tan real que, al despertar, se sintió lleno de una energía renovada y que hacía mucho tiempo no sentía. Ahora había encontrado un propósito. Una misión, y con una sonrisa decidida, pensó: «Voy a construir ese cohete! Voy a hacer ese viaje a la luna!».
Luego de la emoción inicial de perseguir su sueño, Sani se enfrentó a una gran incógnita: ¿cómo podría él, un simple niño, construir un cohete para ir a la luna? Justo cuando la sombra de la duda y el desánimo comenzaban a nublar su entusiasmo, algo increíble sucedió. En medio de la oscuridad empezó un resplandor que poco a poco se hacía más intenso y de la nada, apareció Stella, la Dama de las Estrellas, una figura que brillaba tanto que hacía que todo lo demás palideciera en comparación. Con una voz melodiosa como una dulce melodía y casi mágica le dijo: «Escuché tu sueño Sani», «y estoy aquí para ayudarte. Pero este viaje no es para hacerlo solo. Necesitarás la ayuda de tres amigos mágicos».
Y con esas palabras, Sani emprendió una aventura para encontrar a estos amigos misteriosos. Primero se encontró con Nimbus, el Guardián de las Nubes, quien le regaló nubes suaves y esponjosas para el interior del cohete. Luego, conoció a Solaris, el Rey del Sol, que le dio un pedacito de su luz para dar energía al cohete. Y por último, se cruzó con Lunara, la Princesa de la Noche, que le obsequió un mapa lunar y consejos para viajar por el espacio.
Con la ayuda y atenta guía de sus nuevos amigos mágicos, Sani se sumergió de lleno en la construcción de su cohete. Día tras día, la luz en sus ojos se hacía más y más brillante. Su alegría era contagiosa y las sombras de tristeza que lo rodeaban se fueron desvaneciendo silenciosamente. Los vecinos de Sani, al ver su pasión y determinación, no pudieron evitar sentirse inspirados y empezaron a ayudarlo, ofreciéndole no solo materiales, sino también su tiempo, esfuerzo y valiosas palabras de aliento. Y así, después de meses de trabajo duro y amor y dedicación, el cohete de Sani estuvo listo para volar.
Con el corazón desbordante de gratitud y sus amigos mágicos a su lado, Sani encendió el cohete por primera vez, y en medio de una mezcla de nerviosismo y emoción, el cohete despegó ante los vítores y aplausos de los vecinos, y así comenzó su tan esperado viaje hacia la luna. Mientras viajaba por el espacio, Sanin se sentía más libre y feliz que nunca, como si todo su ser estuviera hecho de pura felicidad.
Al llegar a la luna, Sani se encontró en un mundo de maravillas. Saltando sin esfuerzo en la baja gravedad lunar, entre cráteres y formas que nunca había visto antes, descubrió una vista de la Tierra desde el espacio que le llenaba el corazón de alegría y nostalgia. Pero la luna tenía más que ofrecer que sus paisajes: en medio de su exploración, Sani empezó a oír melodías suaves y hermosas, como si vinieran del mismo suelo lunar. Eran unos seres invisibles, los habitantes de la luna, que cantaban canciones sobre historias pasadas y antiguos secretos del cosmos, contadas por miles de generaciones.
Sani descubrió algo sorprendente sobre estos seres lunares: al igual que Sani, éstos seres invisibles también adoraban los helados, y tenían dulces y deliciosos sabores que nunca había probado en la Tierra. Intercambiando historias, él les hablaba de su aldea y de su aventura con el cohete, mientras que ellos le contaban leyendas lunares que pasaban de generación en generación. Esta amistad no solo le brindó nuevos amigos, sino que también despertó en Sani una alegría y una pasión que nunca había conocido.
Cuando Sani volvió a su aldea, aunque seguía siendo el mismo niño, algo profundo en él había cambiado. Sus ojos brillaban y su sonrisa iluminaba su rostro. Había aprendido que con determinación y un poco de ayuda, no había sueño demasiado grande para alcanzar.
La historia de Sani se convirtió en una leyenda entre los habitantes del pueblo, inspirando a generaciones de niños a soñar en grande y perseguir sus pasiones, sin importar lo imposibles que parecieran.
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